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Black Lion

Capítulo 1 – CIA, Langley, Virginia, EE. UU., 1 de enero, 10.15 a.m.

Era el día de Año Nuevo. Los festejos se extendían a lo largo y a lo ancho del país. Todos los jardines y las arboledas que se encontraban dentro del perímetro de la Agencia estaban cubiertos por un espeso manto blanco de la nieve que se había acumulado durante la noche anterior. A pesar del feriado, los extensos estacionamientos de la CIA se encontraban colmados. Se había emitido una alerta roja y todos los empleados habían concurrido a trabajar, a pesar de ser un día no laborable, a pesar del clima y a pesar de que todos deseaban estar en esa fecha con sus seres queridos.

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Chris Benson, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia, más conocida como CIA (Central Intelligence Agency), por sus siglas en inglés, había convocado a una reunión de urgencia a las principales autoridades relacionadas con las operaciones secretas internacionales. El director, Norman Harrison, había sido imprevistamente llamado para dar explicaciones en el Congreso de los Estados Unidos y no había tiempo para esperar su regreso. La situación requería de una inmediata acción y Benson no sabía si se sentiría capaz de llevar adelante la reunión por sí solo. Estaba nervioso y ansioso y temía no estar a la altura de las circunstancias. El Presidente había firmado la noche anterior, víspera de Año Nuevo, la Directiva Presidencial Secreta 20888165-BND-WAS, que consistía en tomar todas las medidas necesarias para aniquilar a Al-Queda y a todos sus componentes en un plazo perentorio de un año. Todas las agencias de seguridad del país debían trabajar veinticuatro horas al día y todo el personal de las Fuerzas Especiales debía ser convocado a estar on call (listos para ser llamados) los siete días de la semana sin importar en dónde se encontrasen o qué actividades personales estuvieran realizando. En esta oportunidad, era la CIA la encargada de trasmitir esta Orden Presidencial a los principales protagonistas de la lucha contra el terrorismo. La guerra había sido declarada el 11 de septiembre de 2001 y ahora, luego de varios años, Estados Unidos se disponía a ganarla en forma definitiva y permanente, disponiendo, para ello, de todos los recursos con los que contaba: humanos, tecnológicos y monetarios. Por supuesto que esto no era una guerra convencional y por lo tanto las operaciones eran mucho más peligrosas y difíciles de manejar. Se debía llevar a cabo un minucioso y coordinado trabajo en equipo entre todos aquellos que formaban parte de las diferentes organizaciones nacionales que, de una manera u otra, combatían contra los enemigos de los Estados Unidos. Tras haber recibido la información acerca de los detalles de los atentados suicidas que habían tenido lugar en forma simultánea el pasado 8 de diciembre en Beirut, Río de Janeiro y Buenos Aires, todo se estaba haciendo más claro. Dichos atentados habían dejado un tendal de decenas de víctimas inocentes y tenían como único fin crear una sensación generalizada de caos. Al-Qaeda no daría tregua y estaba dispuesta a amenazar el orden mundial con cada vez más intensidad. Para ello, no había sido suficiente la masacre que causaron con los atentados del 11 de septiembre de 2001. La organización terrorista estaba dispuesta a seguir sembrando el terror mundial y combatiendo a su principal enemigo, los Estados Unidos de América, y a sus aliados internacionales. Chris Benson estaba sumamente preocupado por cómo se iba a desarrollar la reunión, aunque tenía, además, otros problemas en que pensar. La noche anterior había estado con William Roitgen, su jefe de asesores y subordinado directo, haciendo el amor hasta las cuatro de la mañana en la intimidad de su pequeño apartamento en Georgetown. Habían usado las sábanas negras de algodón egipcio que él con todo cuidado había elegido la tarde anterior en su tienda favorita, ubicada a escasas dos cuadras de donde vivía. Aún tenía la boca pastosa por el exceso de alcohol y droga que había consumido. La cabeza todavía le dolía, aunque ya había tomado numerosos calmantes desde que se levantara a las seis de la mañana, luego de haber dormido mal, y por apenas dos horas. El subdirector era un hombre de cincuenta y dos años de edad, medía casi un metro noventa con una contextura física muy delgada. Llevaba el pelo rubio muy corto, con raya del lado izquierdo, y tenía ojos de color verde. Vestía impecables trajes claros con camisa blanca y corbatas que siempre eran o amarillas o anaranjadas. Olía a perfume francés y poseía una personalidad taciturna y un carácter débil aunque obstinado. Su voz aflautada no lo ayudaba a la hora de trasmitir confianza y nadie sabía cómo se las había arreglado para llegar a ocupar un puesto tan importante en la Agencia. Benson era un bisexual convencido, aunque nadie en la CIA se imaginaba sus relaciones homosexuales, pues trabajaba para ocultarlo. A propósito, cortejaba a la mayoría de las empleadas que se cruzaban en su camino. La relación con William Roitgen se estaba tornando peligrosamente molesta, ya que compartían muchas horas de trabajo juntos y la gente podía empezar a sospechar. Chris debía encontrar la forma de terminar la relación antes de que el resto la descubriera. Hombre sin escrúpulos, ponía sus ambiciones de poder y dinero por encima de todo. El resto eran bajas casuales y necesarias para conseguir los objetivos predeterminados. Y en sus planes de futuro no incluía a su amante Roitgen. Estaban reunidos en la sala de situación del piso cuarto, a escasos metros de la oficina del director. Era una enorme habitación con las paredes revestidas con madera de nogal. En la pared más importante había tres monitores encendidos que mostraban un mapa mundial con las principales oficinas que tenía la Agencia en todo el mundo y la distribución de los agentes que se encontraban trabajando en el «terreno» y esparcidos por todo el globo. Sobre una de las paredes laterales había dos mástiles con sendas banderas: la de los Estados Unidos y la de la CIA. En el centro había una enorme mesa circular con doce cómodos sillones y una iluminación impecable. Sólo la mitad de los asientos estaban ocupados. Se encontraban, además de Benson, su ayudante William Roitgen; Robert «Bob» Mills, director de la NSA (National Security Agency); Anthony Brown, director del FBI (Federal Bureau of Investigations), el general Ernst Robinson, comandante de los Boinas Verdes, y el almirante Adolf Stuart, comandante de los Navy SEALs. Ninguno de los dos militares apreciaba ni respetaba ni a Benson ni a su segundo, pero ellos obedecían órdenes y estaban ahí para escuchar lo que la Agencia ponía a su disposición. Benson se sentía intimidado por Robinson y Stuart, cada uno leyenda viviente en su respectiva unidad. Héroes de numerosas batallas, ninguno de los dos tenía por costumbre perder tiempo en nimiedades y estaban allí para ir directamente al punto que los ocupaba. Habían sido convocados esa misma mañana y habían esperado reunirse con el director Harrison en relación a una Directiva Presidencial. Se habían molestado bastante cuando se enteraron de que la reunión sería presidida por Benson. Mientras pensaba en su amante, a quien tenía incómodamente sentado a su lado, Benson comenzó a leer, con voz estridente y dubitativa, el cable cifrado que había recibido de la oficina del Presidente minutos atrás: En un plazo perentorio de 72 horas se deberán desarticular las defensas del enemigo (AQ) y capturar vivo a Hasan Izz-Al-Din, incautar información importante y eliminar elementos adyacentes. Utilizar código de seguridad 0045RTZMMDER-34555-LOTMB para llevar a cabo el objetivo. Recursos ilimitados a disposición de los comandantes. Enviado: EAGLE-456YT7. —Señores, este cable ha sido recibido por la oficina del director hace poco menos de dos horas. Como se imaginan, esto es muy serio y debemos tomar todas las medidas necesarias indicadas por el Presidente —dijo con tono titubeante—. El director estará de vuelta mañana por si necesitan corroborar alguna información relacionada con esta directiva —completó. Benson entregó una copia del cable a todos los presentes y pensaba intercambiar opiniones con los militares a los efectos de dimensionar el apoyo que la CIA daría a las operaciones de las unidades militares especiales que ellos comandaban. Sin embargo, luego de recibir el parte, Robinson y Stuart se levantaron, tomaron sus cosas, saludaron a los presentes con indisimulada frialdad y se retiraron de la sala de situación. Los directores de la NSA y del FBI hicieron lo propio, detrás de los militares después de despedirse de Benson y Roitgen. Robinson y Stuart se subieron a sus vehículos y se dirigieron hacia el Pentágono. En poco menos de quince minutos recorrieron las escasas cinco millas que separan ambos edificios. En cuanto llegaron se encaminaron a sus respectivos despachos. Luego de comprobar la autenticidad de la Directiva Presidencial a través de sus ordenadores nucleares mediante el ingreso del código de seguridad provisto, se reunieron en la oficina de Robinson. Ambos hombres manejaban códigos de conducta muy similares. Expresaron sus opiniones y coincidieron en que la operación fuera llevada a cabo por un grupo seleccionado de Boinas Verdes, comandado por León Negro. Un Team Six de los Navy SEALs estaría listo y dispuesto como apoyo en el portaaviones USS Eisenhower (CVN-69), por si algo salía mal. De inmediato dieron las instrucciones a sus subordinados para que emitieran las correspondientes órdenes y transmitieron el plan de acción en forma cifrada a la casilla secreta del Presidente. Dos días después, el 3 de enero, recibieron la confirmación de León Negro: «Misión completada según lo ordenado y programado. Detenido entregado en el portaaviones. No se han tomado otros prisioneros.» Una vez más se había cumplido con el objetivo estipulado. El general Robinson, ahora comandante de las Fuerzas Especiales del Ejército, sabía que podía confiar en el mayor Harris, su tan estimado subordinado, quien había dado muestras inacabables de valor, honor y jerarquía que excedían lo que normalmente se esperaba de un soldado común. Robinson venía siguiendo con suma atención la carrera del mayor desde que se habían conocido en Iraq algunos años atrás. Su valor, decisión y espíritu de lucha sin igual le habían llamado poderosamente la atención y, sin que el mayor lo supiera, Robinson había investigado a fondo su pasado anterior al Ejército: sus raíces familiares y geográficas, su trayectoria profesional. La información encontrada lo había dejado perplejo hasta el punto de no poder creer lo que había averiguado. Ahora necesitaba corroborarlo al ciento por ciento y seguir de manera aún más estrecha la carrera del mayor Michael Harris. Levantó el teléfono rojo que se usaba para las comunicaciones secretas entre las diferentes unidades de las Fuerzas Especiales que Robinson tenía a su cargo y se comunicó con el coronel Miller, destinado a la base naval de Guantánamo Bay en Cuba, conocida comúnmente como «GITMO». A continuación envió un escueto cable cifrado al director de la CIA: Operación 0045RTZMMDER-34555-LOTMB completada sin contratiempos según ordenado por EAGLE-456YT7. Enviado: ER-GD. Mientras tanto, en varias otras partes del mundo, el enemigo acechaba. Los terroristas se preparaban para asestar golpes mortales en diferentes lugares a los efectos de contribuir al caos e infligir víctimas fatales al mundo libre.[/expand]

Capítulo 2 – Kermán, Irán, 2 de enero, 10.00 a. m.

Michael Harris abordó el vuelo de British Airways a Londres. Se duchó en el lujoso lounge de primera clase del aeropuerto de Heathrow y a las 10.30 se embarcó de nuevo con destino a Doha en Qatar. Luego de un placentero vuelo de poco menos de siete horas, a medianoche estaba entrando a la Embajada americana, ubicada en el distrito de Al Luqta, para encontrarse con sus compañeros, que ya estaban reunidos con Mark Zakowski, oficial de enlace de la CIA asignado a la Embajada en forma permanente. Presentó sus credenciales en la entrada del custodiado edificio, se encaminó al vestuario, se puso su ropa de combate e inmediatamente se dirigió hacia la sala en donde estaban reunidos sus hombres.

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Se encontraban presentes los otros siete integrantes de su equipo, todos pertenecientes a los Desert Lions (Leones del Desierto), el más secreto y entrenado grupo de elite de los Boinas Verdes, equivalente al de los famosos Navy SEALs Team Six, quienes habían cobrado fama internacional y aparecido en las primeras planas de los diarios del mundo luego de haber capturado y liquidado a Osama bin Laden. A los Leones se les encargaban las más peligrosas misiones que debía llevar a cabo el Ejército norteamericano en todo el mundo. Trabajaban bajo el mando del legendario teniente general Ernst Robinson, quien lucía tres estrellas y que había sido él mismo un Green Beret-Desert Lion por más de veinticinco años. Colaboraban estrechamente con los Navy SEALs y, además, coordinaban sus tareas con otras agencias secretas del gobierno estadounidense, apoyándose en la CIA para la logística en diferentes partes del mundo. Mike tenía treinta y dos años de edad y ostentaba el grado de mayor del Ejército de los Estados Unidos. Obtuvo su comisión a través del programa ROTC (Reserve Officers’ Training Corps) de la Universidad de Carolina del Norte y luego había entrado a la OSC (Officer Candidate School) de Fort Benning, y era, hoy, el líder del grupo. Se había ganado el apodo de León Negro gracias a su nobleza, fuerza, valentía y habilidades de liderazgo que le surgían en forma natural. En Fort Benning, Mike había terminado de desarrollar sus dotes y destrezas con diferentes tipos de armas y artes marciales. Se había transformado en un hombre duro, en excelente estado físico, afinadamente entrenado y preparado como ningún otro para enfrentar peligrosas misiones que lo llevaban por todo el mundo en pos de defender la libertad de su país. Sin duda se trataba de un soldado elite de la elite. Sus habilidades eran sólo comparables a las de sus compañeros Desert Lions en las Fuerzas Especiales o a las de los Navy SEALs Team Six. En realidad, el entrenamiento de Mike y el de su grupo de Leones nunca terminaba. Eran entrenados de modo permanente, varias veces por año, en períodos de uno a cinco días, en las diferentes bases secretas que el Ejército tenía en varias partes del mundo. Los entrenamientos principales, sin embargo, se llevaban a cabo en la base Alpha, ubicada en algún lugar del desierto de Arizona, y en las instalaciones secretas de que disponían en la base de Guantánamo Bay, en Cuba. El adiestramiento iba mucho más allá de las armas y el combate. Incluía, también, técnicas de disuasión, camuflaje, idiomas, física cuántica, conocimiento de los mercados financieros y bursátiles, historia y literatura mundial y muchos otros temas que, de una forma u otra, podían ser de máxima utilidad en las difíciles misiones que llevaban a cabo. Los Desert Lions no sumaban más de cien en todo el Ejército. Cada año se reclutaban sólo cinco nuevos aspirantes, que eran cuidadosamente elegidos. Por lo general operaban en grupos de ocho. La amplia habitación de la Embajada estaba ubicada en el segundo subsuelo y ya había sido «rastrillada» para asegurarse que estaba libre de dispositivos de escuchas y/o video. Era una «sala segura». No tenía ventanas y había una sola puerta. En las paredes había varios monitores que mostraban diferentes cosas: imágenes satelitarias de la zona en donde se encontraban y adonde se dirigían, fotos y especificaciones de las armas que serían utilizadas en la misión, fotos de varios terroristas y muchas otras informaciones de vital importancia para la misión. En la sala se encontraban quienes Mike consideraba sus mejores hombres: Mack O’Reilly, «el Irlandés», Jim Garcia, Bill Lewis, Tony Nolte, Sam Dickinson, Jacob Newton y el pequeño Mark Ryan, también conocido como «Tiburón Negro». Además de los ocho Leones y de Zakowski, estaban presentes el agregado militar de la Embajada, coronel Anthony Roberts, y el general de brigada Andrew Clark, segundo del teniente general Robinson. Una vez que estuvieron todos sentados, el general Clark dio por comenzada la reunión. —Señores, buenas noches —dijo Clark con tono neutro. —Buenas noches, señor —respondieron todos al unísono. —Voy a ser claro y conciso. Luego que les plantee la situación, tendrán no más de cinco minutos para hacer preguntas. Inmediatamente después comenzará la misión. ¿Está claro? —preguntó el general con una firme voz de mando. —Está todo claro, señor —respondieron los ocho Leones con voz firme y fuerte. Zakowski no daba crédito a la disciplina con la que se manejaba ese grupo ni el respeto con el cual los hombres sentados en la mesa se dirigían hacia su jefe. Nunca había servido en las Fuerzas Armadas y todavía le costaba creer que hubiera hombres como ésos, que actuaban con códigos tan estrictos. Por un lado le parecían anticuados, pero por otro sabía que, gracias a ese tipo de hombres, su país estaba mejor defendido ante sus enemigos. Se encontraba, sin dudas, frente a un grupo de durísimos combatientes que se convertían en una certera, engrasada y peligrosa maquinaria de guerra en cuanto entraban en combate. —Inteligencia nos ha informado de que uno de los hombres más buscados en la lucha contra el terrorismo, y que forma parte de la lista de los diez más buscados por el FBI, estará en la ciudad de Kermán, ubicada a poco de más de mil kilómetros de Teherán. Durante los siguientes dos días estará reunido con los representantes de las más importantes facciones terroristas de la zona y tendría consigo información vital respecto a posibles golpes terroristas en los Estados Unidos —dijo Clark en un tono sin emociones—. Ustedes tienen la misión de capturar vivo a Hasan Izz-Al-Din junto con toda la información que tuviera encima, destruir su guarida y eliminar a todos los que estén reunidos con él. Una vez capturado lo deben trasladar y entregar en forma inmediata en el portaaviones Eisenhower, que se encuentra estacionado en el Golfo Pérsico. No deben tener ningún tipo de diálogo con el detenido. Una vez entregado, será interrogado por personal de Inteligencia del Pentágono y con posterioridad trasladado a GITMO. Una vez entregado, ya no es más responsabilidad de ustedes —completó el general. A continuación, con la ayuda de la información que mostraban los distintos monitores, Clark fue explicando los pormenores de la misión. —¿Dudas o preguntas? —dijo una vez que terminó con su extensa exposición. —¿Si es posible debemos tomar algún otro detenido? —preguntó Mike. —Cualquier otro elemento hostil que no sea Hasan Izz-Al-Din debe ser eliminado —contestó el general. —Comprendido, señor, no hay más preguntas —finalizó Mike. —Tienen una hora para familiarizarse con los pormenores y luego deben partir. ¡Buena suerte! Pueden retirarse —completó Clark. La reunión había durado sólo cincuenta y cinco minutos. Tuvieron otra hora completa para estudiar todos los detalles de la operación, familiarizarse con el lugar hacia donde se dirigían y memorizar todas las referencias disponibles del complejo habitacional al cual debían entrar para cumplir con su misión. Finalizada la hora otorgada, los ocho Leones se dirigieron al techo de la Embajada para abordar el helicóptero Black Hawk Stealth que esperaba con los motores encendidos. Estos aparatos secretos del Pentágono se habían hecho públicos cuando la captura de Osama bin Laden y constituían lo más avanzado en la tecnología aeronáutica. Cada uno, equipado según los lineamientos de Pasadena, podía costar algo más de treinta millones de dólares. En cuanto subieron, los pilotos, sin intercambiar palabra alguna, tomaron el rumbo que había sido previamente acordado hacia la frontera. La distancia con Kermán era de apenas setecientos setenta kilómetros y ellos debían ser dejados en las afueras de la ciudad, en un descampado unos tres kilómetros al norte de la misma. La cabina del helicóptero estaba tenuemente iluminada por las luces de emergencia, que no se veían desde el exterior. Allí se encontraron con el equipamiento que cada uno necesitaba para llevar a cabo la misión. Los dispositivos nanotecnológicos que la división militar del Laboratorio de Pasadena desarrollaba en especial para los Desert Lions del Ejército estaban ahí. Armas láser de última generación, lentes de contacto con visión nocturna y conexión inmediata a Internet. Cada León, además, tenía un eyecel conectado a sus células nerviosas y que había sido implantado a través de microcirugía por encima de su oreja derecha. Éstos emitían una comunicación entre ellos activada por la mente. Para comunicarse, no necesitaban hablar. Las armas de mano eran únicas en su tipo, totalmente silenciosas, con miras láser y podían aniquilar a diez personas con una sola ráfaga. El entrenamiento regular que recibían en Guantánamo incluía el manejo de estas armas, que eran exclusivas del Ejército y, dentro de éste, de los Desert Lions. Su misión era clara y no había lugar para el fracaso. Mike miró a cada uno de sus hombres y, luego de una rápida evaluación, se vio invadido por una placentera sensación de tranquilidad, sabiendo que contaba con los mejores y más preparados compañeros para cumplimentar su misión. Ellos no sólo deseaban triunfar, ellos eran el triunfo. Durante el tiempo que duró la travesía nadie habló, tan sólo se dedicaron a concentrarse, a prepararse para la misión que iban a llevar a cabo. Al acercarse al objetivo, el piloto confirmó las coordenadas y todos se prepararon. Nadie dudaba, cada uno estaba mental y físicamente listo para hacer lo que le habían ordenado. Nadie tenía ninguna duda que lo que hacían era correcto. Ellos luchaban por la libertad y para defender a su país. La versión del Black Hank Stealth que usaban los Desert Lions no sólo era invisible a los radares, sino que era por completo insonora. El helicóptero volaba a muy baja altura sin emitir ningún sonido audible, pues éste estaba filtrado por los poderosos compensadores atómicos que llevaba cada aspa. Cuando arribaron al punto de descenso, el piloto accionó un botón del panel de control y al instante, en forma silenciosa, se abrió la puerta del costado derecho. Los ocho bajaron de un salto casi simultáneo y se pusieron cuerpo a tierra. El helicóptero se elevó enseguida y desapareció en unos pocos segundos. No había luna y la noche estaba muy oscura. Buscaron refugio en unos árboles cercanos y, luego de estudiar el terreno con los poderosos visores nocturnos, Mike ordenó avanzar en dirección sur hacia Kermán. En apenas treinta minutos se encontraban en las afueras de la ciudad, agazapados frente a la casa en donde se hallaba reunido Hasan. Era una edificación con revoque semiderruido y con poca iluminación externa. Gracias a la información de inteligencia recolectada por diferentes medios, incluida la proporcionada por los satélites militares de alta resolución, cada uno de los Leones conocía la casa, por dentro y por fuera, como si hubiesen vivido en ella toda su vida. Los poderosos sensores infrarrojo-termales permitieron divisar a seis enemigos fuertemente armados que se encontraban en los jardines de la casa. Una valoración inmediatamente posterior permitió divisar a otros ocho individuos que se hallaban en los pasillos internos. Tardaron dos minutos en evaluar la totalidad de la situación. Cuando Mike dio la orden de avanzar, Mack y Bill desplegaron sus armas y se concentraron en los dos guardias que estaban apoyados, con sus fusiles AK-74 al hombro, contra una pared lateral. De modo inmediato y simultáneo dispararon sus pistolas láser insonoras. Dos golpes secos indicaron que ambos guardias habían caído al mismo tiempo, con orificios de bala en sus frentes. Los otros cuatro guardias fueron ultimados por Jim, Sam, Jacob y Mark, quienes lanzaron certeros cuchillos a las gargantas de los mismos. En apenas unos minutos el grupo había logrado el control de la parte exterior del complejo y se disponía a entrar. El microsonar que Mike tenía en el interior de su chaqueta de combate le indicó el movimiento de cada uno de los ocho integrantes de la sección interna de la vivienda. Mike ordenó mentalmente el inicio del ingreso y la posterior eliminación de cada uno de los guardias. Todo el proceso duró cerca de seis minutos y medio y así se encontraron en la parte exterior de la habitación donde estaba Hasan con sus acólitos. Sin resistencia alguna, abrieron las pesadas puertas dobles que daban acceso a la habitación. Con la adrenalina que el momento ameritaba, Mike se apartó un mechón de pelo de su frente y, en silencio, dio la orden de avanzar. Los cinco hombres estaban reunidos alrededor de una mesa circular de vidrio opaco. Representaban a temibles terroristas islámicos que mantenían un increíble odio a todo lo relacionado con el estilo de vida occidental y el americano en particular. Hasan, envuelto en su túnica blanca, estaba de pie y hablaba de manera eufórica, describiendo la manera de penetrar en el corazón de las fuerzas americanas. —Nuestros soldados estarán listos para golpear oportunamente —decía Hasan, en árabe, mientras se dirigía a sus subordinados moviendo las manos de manera vehemente—. Tendremos que estar listos para pegar a los infieles en donde más les duele. Nuestro camino recién comienza. No debemos mostrar debilidad. Alá es grande y nos iluminará en nuestra misión. Además, nuestro líder nos ha ordenado que la guerra en contra del infiel debe continuar hasta que alcancemos la victoria total —completó. Cuando se disponía a terminar su discurso se dio cuenta de la presencia de Mike y sus hombres. Horrorizado, antes de que pudiera articular palabra alguna, los Leones accionaron sus armas y sus acólitos se encontraron caídos, sin vida, delante de sus ojos. Hasan no era un guerrero de armas llevar. Aunque no lo admitiera, él era un cobarde. No sabía, ni deseaba pelear. Se arrodilló y pidió compasión por su vida. —¡Por favor, no me maten, tengo familia e hijos pequeños, les daré dinero, mujeres, lo que quieran! —decía con lágrimas en los ojos. Mike deseaba matarlo con sus propias manos. No podía creer que este ser tan inferior pudiera ser el responsable de tantas muertes sin tener cargos de conciencia y ahora pidiera cobardemente por su vida ante la amenaza de su propio destino. Era increíble que ese infeliz estuviera detrás de tantas malaventuras, pero sus órdenes eran claras y precisas. Sabía que debía entregarlo con vida. Nada de esto se debía cuestionar. Mike era un soldado y como tal cumplía con su deber. Sin ningún intercambio de palabras, Hasan fue reducido, maniatado, su boca tapada con una fuerte cinta plástica y, esposado, fue de inmediato conducido por Tony Nolte hacia la parte exterior del edificio. El cubano Jim, junto con Bill y Mark, se ocuparon de juntar los discos duros de las laptops que había sobre las mesas y toda la documentación que encontraron en la habitación. Jacob y Mack colocaron las poderosas cargas explosivas que serían detonadas veinte minutos más tarde, para destruir la totalidad de la casa. Media hora después llegaron al lugar de encuentro con el helicóptero y en poco más de tres horas estaban entregando al detenido a bordo del portaaviones. La misión había sido un éxito. No se habían cometido errores y el objetivo se había cumplido en su totalidad. Mike y sus hombres tuvieron dos horas de descanso antes de subirse a un helicóptero que los depositó en la base americana de Camp Buehring, en Kuwait. Allí debieron rendir un exhaustivo informe a sus superiores en relación a todos los detalles de la misión y entregar el material incautado. Luego de seis horas de intensos interrogatorios, dieron por terminada su misión. Antes de partir, Mike se ocupó de enviar el cable cifrado, confirmando el éxito de la misión, al teniente general Robinson, que se encontraba en el Pentágono. Ahora les tocaba un merecido aunque corto receso, que cada uno podía pasar en donde quisiera, con todos los gastos pagos. El gobierno de su país reconocía, de esta manera, los servicios que los Leones brindaban a costa de su propia vida en cada misión. El 15 de enero se volverían a encontrar en Guantánamo para el primer entrenamiento del año y para recibir instrucciones acerca de sus siguientes misiones. Mike había quedado en encontrarse con Marcie en París. Hacia allí se dirigió luego de convertirse, como por arte de magia, en un respetable civil de saco y corbata que regresaba en un vuelo regular de Air France tras una semana de reuniones de trabajo en el país árabe. A las 5.45 a. m. su avión tocó suelo francés, aterrizando en el aeropuerto Charles de Gaulle, en París. Era un día soleado, pero muy frío, con una temperatura de menos seis grados centígrados. París relucía en todo su esplendor, cubierta por una fina lámina de nieve. Antes de tomarse un taxi, Mike telefoneó a Marcie y quedaron en encontrarse en el Café de la Paix a las diez de la mañana. Llegó al Hotel Le Grand, se duchó, se cambió y diez minutos antes de la hora señalada estaba sentado en una mesa a la espera de su divina Marcie. Mike se había convertido en un hombre hecho y derecho. Con una altura de un metro y ochenta y siete centímetros, pesaba sólo ochenta kilos y se mantenía en impecable estado físico. Mantenía su pelo, castaño claro, bastante corto y con un mechón que solía caerle sobre su frente. Sus penetrantes ojos marrones proyectaban una mirada firme y confiable y denotaban su extraordinaria inteligencia. Todo su ser irradiaba serenidad, aplomo y contagiosa simpatía. Mientras esperaba, Mike dirigió sus pensamientos hacia los detalles de la operación en Kermán. Se sentía satisfecho con los resultados de la misión y con el desempeño de cada uno de sus hombres. No se dio cuenta, sin embargo, que era observado con atención por dos hombres sentados en una mesa ubicada cerca de una de las ventanas.[/expand]